El primer parlamento de la historia tuvo por escenario un desfiladero de Islandia donde se puede tocar con una mano América y con la otra Euroasia

Me ha parecido interesante este artículo publicado en un periódico llamado "El Correo" el día 18 de mayo del 2012.

Un saludo,

Eureka

Ya no quedan drakkars ribeteados de escudos, la proa en
forma de dragón; ni vikingos que, a falta de estrellas, se orienten
entre las brumas del mar con una lámina de hierro imantada. El cuerno
con que se festejaba el regreso a la aldea ha pasado de las sagas a
aderezar las películas ambientadas en la Edad Media, con sajones
parapetados tras los gruesos muros de un castillo, pendientes siempre de
ese mar que escondía muerte y destrucción en forma de expediciones
guerreras que llegaban del Norte. Pero en Islandia, la tierra de los
volcanes, los fiordos, las cataratas y las nieves perpetuas, los niños
siguen siendo de un rubio que rivaliza con la luz del sol, y a la
cerveza más vendida le dicen Thule, como la isla perdida de Sigrid, la
reina que tenía sorbido el seso al Capitán Trueno. No hay árboles, ni
ejércitos, ni siquiera trenes, y todo el país está cubierto por un manto
verde. A cada granja parece haberle correspondido una montaña en el
reparto que Dios hizo del mundo, y las pacas de heno recorren los
sembrados hasta la línea del horizonte. Es el refugio de las auroras
boreales, cuando apenas asoma el sol; y de las noches blancas, cuando
hay suficiente luz natural para leer el periódico de madrugada y uno se
pregunta, rendido por el insomnio, qué tendrán estos seres extraños en
contra de las persianas.

A 50 kilómetros al noroeste de Reykjavik, la capital, se
encuentra Thingvellir, un desfiladero que esconde un viejo secreto en el
que es, posiblemente, el pedazo de tierra más joven del mundo. Islandia
es la dorsal oceánica, el punto más alto de una cordillera submarina
que atraviesa el Atlántico y que emerge a pocos kilómetros del Círculo
Polar Ártico. A orillas de un lago se levanta una doble empalizada de
piedra, recorrida por un pasillo que es, calculan los geólogos, cada
año tres milímetros más ancho que el anterior. El lugar, batido por el
viento y a menudo cubierto de nieve, marca el punto donde se juntan -o
quizá sea mejor decir, se separan- las placas tectónicas de América y
Euroasia, una grieta angosta y mágica donde es posible tocar con la mano
derecha un continente y con la izquierda otro distinto.

El río Oxarar recorre el lienzo de roca desde una cascada
próxima hasta formar un pequeño remanso donde los turistas se
fotografían sin saber que antaño aquel escenario servía de patíbulo.
Mucho antes de que existieran los touroperadores, los clanes vikingos
enviaban aquí, a la falla de Almannagja, a sus jefes o 'godars' para
dirimir los conflictos y la mala sangre acumulada durante el largo
invierno. Un destino que les llevaba semanas alcanzar, siempre por
parajes desolados, ya fueran cenizas volcánicas o glaciares como el
Vatnajokull, la tercera capa de hielo continental más grande del mundo
después de la Antártida y Groenlandia.
Y era al pie del promontorio, debajo de tres rocas que se
sostienen en precario equilibrio en forma de ojo, donde a finales de
junio y por espacio de tres semanas resolvían sus disputas. Lo hacían en
base a un código estricto, cuyas normas se encargaba de recordar un
'speaker' elegido por aquellos señores de la guerra. Como en las
rancheras, su palabra era la ley, y el veredicto, inapelable.
Infidelidades, asesinatos, robos, conflictos de propiedades... todo
pasaba por el tamiz de este embrión legislativo que echó a andar hacia
el año 930 y que siguió reuniéndose hasta que ocho siglos después, en
plena Era de la Adversidad -como los islandeses se refieren a la
ocupación danesa-, el Althing o parlamento se trasladó a la capital. El
lugar, sin embargo, no ha perdido ni un gramo de simbolismo en el
imaginario popular, y es el rincón hacia el que se giran todas las
miradas en un país orgulloso de su aislamiento.

Thingvellir es la primera etapa de un circuito, el
Triángulo Dorado, que se puede visitar en un día y que contiene dos
hitos más que bien merecen una parada. Tras atravesar un páramo
salpicado de volcanes y manadas de caballos vikingos -resistentes y de
pequeña alzada como los asturcones o los potokas, veloces como el
diablo-, se llega a una localidad cuya sola mención pone de manifiesto
su principal tesoro. Se puede decir que Geysir, surtidor en el idioma
local, es una atracción desde el siglo XIII, cuando los acuíferos en
ebullición en contacto con capas más frías de la superficie lanzaban
columnas de agua a 60 metros de altura. El fenómeno fue explotado
durante años, hasta el punto de acelerar el proceso con piedras, basuras
e incluso jabón. El resultado fue que aquella lámina de agua perdió sus
‘poderes’ y ahora sólo quedan pequeñas balsas como la de Strokkur,
menos aparente pero que congrega a diario a miles de personas, ansiosas
por disparar sus cámaras cuando la burbuja estalla cada cinco minutos.
El itinerario acaba en Gullfoss, posiblemente la catarata
más fotografiada de Islandia, no porque sea la más bella sino por su
proximidad a Reykjavik y su fácil acceso (los autobuses aparcan a
escasos 200 metros). El espectáculo es atronador: millones de litros de
agua precipitándose desde 30 metros de altura -la poza creada al pie de
la pared tiene 70 de profundidad- en un recodo del río turbulento,
ingobernable, que se nutre del deshielo de los glaciares. Cuentan los
más viejos del lugar que la cascada atravesaba la finca de una mujer,
Sigridur Tomasdottir, una granjera del primer cuarto del siglo XX que se
enfrentó al Gobierno porque no construyeran allí una central
hidroeléctrica, amenazando incluso con suicidarse saltando al abismo.
Casi un siglo después, los guías todavía relatan aquella batalla sin
cuartel, y aunque el termométro marque bajo cero, a nadie le deja frío.

Un lugar mágico sin duda. gracias.

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